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Lo que no te puede quitar nadie

Texto leído por el escritor Miguel Ángel Mendo en la presentación de Seguí allí… el 23 de diciembre de 2022 en La Casa de Galicia en Madrid.








Manuel Janeiro sería capaz de escribir un exquisito libro de poesía haciendo el folleto de instrucciones de un horno microondas. Tiene el genoma del poeta, como los grandes. Un genoma similar al que tenía el Cortázar que escribió “Instrucciones para subir una escalera” o “Instrucciones para llorar”. Ese minirelato que acaba con: “Duración media del llanto, tres minutos.”


Yo pienso, mientras busco infructuosamente esa específica y divina combinación de genes en mis mitocondrias, que algo tiene que ver el hecho tan palpable en sus escritos, y de una manera especial en el libro que presentamos, de que Janeiro se enamora de todo. Quiero decir, de todo lo que le enamora..., que es lo que él decida que le enamora.


Porque evidentemente Janeiro es un amante de la belleza. Amante en el sentido más procaz del término. Diríamos que ésa es y ha sido siempre su profesión. Pero... de la belleza única y exclusivamente como él la entiende. Y eso es, por cierto, lo que nos explica en este libro, lógicamente de manera bella, poética: qué cosas, qué asuntos, qué personas, qué momentos, que lugares... puede recuperar, rememorar y reafirmar como bellos a lo largo de su vida, eso sí de forma cronológicamente desordenada. Se cree tan viejo (todos nos vimos tan viejos y tan vulnerables con la pandemia...) que piensa que tiene que agarrarse urgentemente a aquello que le ha conformado, a aquello que nadie le puede quitar, a lo que ha penetrado ya para siempre en su ser, gracias a su única y enorme sensibilidad, herramienta vital que él sabe que posee.


Hablando de lo que nadie te puede quitar, me viene a la memoria un episodio de nuestro común amigo Aparicio (o mejor sería decir Desaparicio, porque se fue demasiado pronto de nuestras vidas, y de la suya), personaje que surge por aquí y por allá entre las páginas de este libro. Pues bien: Una bella mañana se presentó en mi estudio de fotografía de la calle Cardenal Cisneros alicaído, ojeroso, inconsolable: “esta noche he soñado que me quitaban lo bailao”, me dijo en la puerta. Y nos entró tal pavor de que tal cosa pudiera suceder que pasamos al salón y tuvimos que sentarnos cariacontecidos unos largos minutos, en completo silencio, hasta que poco a poco el devenir del día nos fue sacando del estupor.


Esto es lo que tememos todos, que nos quiten lo bailao, y quizá con toda la razón, porque al parecer existe por parte de los poderosos el objetivo de que entremos en la nueva dimensión del metaverso, donde todo lo que hemos sido sobra. Todo será nuevo. Nuevo y reluciente. Y representativo, y superficial, enciclopédico, cliché. Ni hablar. Janeiro defiende con uñas y dientes, y con este libro, lo que considera la esencia de su ser, sus recuerdos más personales... Lo bailao. Porque lo bailao es para cada uno algo diferente. Para uno puede ser la emoción de ver ganar la final del campeonato del mundo a su equipo... Para otro, la Navidad aquella en que se comió un magnífico pavo con toda la familia... Lo bailao, para Janeiro es, entre muchas otras cosas, libros, pájaros, amigos, amigos, solitarios viajes en coche, perros, árboles con su exacto nombre y costumbres, Paradores de Turismo, acampadas libres, vinos, hijos, el barrio de Madrid donde nació, mujeres... mujeres, mujeres... (Me viene a la cabeza un antiguo verso suyo, maravilloso, plenamente descriptivo de una situación y una época: “Mujeres a la que se hace urgente entristecer para seducirlas”. Pero posiblemente no es exactamente así, lo cito de memoria).

Lo bailao es lo que nos cuenta en este libro. Y, como se podrá comprobar, no es que sus amorosos recuerdos estén confeccionados con sedas celestiales y organdís de exquisito poeta. Simplemente, son los suyos. Lo que hace la diferencia es la pasión, la autenticidad y la fuerza expresiva con que nos los cuenta, llena de insospechados matices, de sutiles observaciones, de esa extraña rotundidad semántica y sensorial que solo la veteranía poética aporta.

Y no me estoy inventando yo que Janeiro quiere hacer un altar en forma de libro a la belleza que adora, no es una interpretación mía. En el primer párrafo del primer capítulo lo dice: Hablando de sí mismo se proclama (y no cambio el verbo) como “El individuo envejecido que se pregunta a diario quién es, qué es, a quién ama...”


Todo el que lea su libro, y lo recomiendo vivamente, se preguntará, al terminarlo: ¿Porqué ese título? No encuentro nada en él que lo explique. ¿Solo porque es bellísimo? ¿Es un verso de un poema suyo especialmente querido? Lo leí por segunda vez con un lápiz para subrayar y tomar notas, y seguí sin encontrar la justificación del título. Pero ahora creo que he dado con el quid, y me parece todo un acierto subliminal. La pista principal aparece en la cita de Coetzee que inaugura el libro. Dice así:


"El acto de la escritura no se puede distinguir

del acto de explorarse a sí mismo.

Consiste en contemplar el mar de imágenes interiores,

distinguir las conexiones entre ellas

y traducir esas conexiones

en forma de oraciones gramaticales."


Seguí allí, escuchando a través de la puerta hasta que se hizo el silencio


El título produce resonancias misteriosas, inconscientes, incluso dramáticas, porque es como esos maravillosos budas sentados, esas estatuas cuya perfección artística radica en conseguir que la expresión de su rostro sea tan ambigua y al tiempo tan acabada que cada día que lo miras parezca que expresa algo diferente: alegría, ingenuidad, satisfacción, ansiedad, aburrimiento..., y en realidad, su gesto está manifestando cómo estás tú ese día, qué proyectas tú en sus facciones cada vez que lo miras.


¿Quién o qué está detrás de la puerta? Lo que se ha agarrado al fondo del corazón, que está más allá de lo mundano, siendo mundano, más allá de lo fenomenológico, siendo sucesos reales, lo que es invisible aunque esté palpitando delante de nosotros, la esencia de la poesía... eso es lo que esta detrás de esa puerta. Y él, Janeiro, así lo reafirma, en letras grandes, en la portada: él siguió allí, no se desanimó, no se asustó por lo que pudiera escuchar, no se rindió... Escuchó tal vez lo prohibido, tal vez lo indecible, puede que lo abominable... la esencia de la vida, hasta que se hizo el silencio, hasta que no hubo más revelaciones, hasta que lo oyó todo. Todo lo que sucedía allí dentro, acumulado en el misterio de su sensibilidad inconsciente. Siempre con vocación de resistir hasta el final, hasta los posos si fuera necesario, hasta las últimas briznas de la poesía, las más sabrosas... Es el niño que quería saber; como yo, que me acercaba a escuchar a través de la puerta cuando mis padres se iban a echar la siesta, intuyendo algo sublime, primigenio, ansiando conocer aunque fuera de refilón uno de los más importantes secretos del universo, y regresaba alborozado a cuchichearle con malicia a la chacha: “¡Los he oído!”, y entonces ella se reía y me regañaba y no me dejaba ir a escuchar más...


Janeiro acude a la escritura porque tiene un refugio muy cerca del calor de su corazón, al que se retira para estar consigo mismo, para no perderse entre tanta desazón, tanta congoja, tanto olvido, tanto miedo al deterioro de la edad y a los malditos virus. Y allí, como un cazador sin escopeta, en su albergue y santuario, mira por entre los árboles y caza las hermosas piezas de sus recuerdos, y los despliega sobre su mesa, los erige, los mima, los poetiza..., a pesar de su migraña, que apenas le deja mirar lo que escribe, porque le escuecen los ojos... “Dientes de cristal me arañan los ojos... Seres que palpitan se abren paso con espadas minúsculas desde la sien a la nuca...”


Sé que esta mesa es endogámica. Los presentadores del libro tenemos el privilegio de aparecer en él como figuras que él quiere, valora, necesita. Pero libros como “Seguí allí...” tiene Janeiro cientos que escribir, si le vaga, como se dice en Extremadura, es decir si le da tiempo y si le apetece, que es prácticamente lo mismo. Los lleva dentro. Pero en esta mesa cabemos todos. Solo hace falta que entremos en ese círculo, el que dibuja este libro, que entremos con la máxima apertura de nuestra capacidad de amar-en-íntima-soledad. Porque el verdadero y profundo amor es siempre algo solitario. Que abandona las declamaciones de amor y las grandes emociones con nombre. Que se entrega al pequeño y a la vez enorme y fugaz encariñamiento inédito. Nada de mariconadas, que diríamos los de nuestra generación. Y allí nos encontraremos todos, sin vernos, sin nombrarnos. Como sentía yo haciendo en julio del año 2000 el camino de Santiago (¡Galicia, el País de la Maravillas!), que entre el cansancio y el dolor de pies y los prodigiosos y cambiantes paisajes desde el Pirineo aragonés hasta Santiago, a menudo me encontraba en un estado tan alto de agradecimiento a la ligereza con que era capaz de ir por el mundo en esos instantes, que regalaba con el pensamiento aquello que me acariciaba el alma: un macizo de dulces flores moradas, un recodo de un riachuelo con juncos, un bello tronco polvoriento, un haz de luz sobre unas rocas... a todos y cada uno de mis amigos, los más próximos y los más lejanos. Y sabía con plena seguridad que, de algún modo, les llegaba el regalo.


Pues bien, este libro está lleno de preciosos regalos sin nombre y sin destinatario.



Miguel Ángel Mendo,

13 de diciembre de 2022

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